Darío
sintió como el perfume de Elena despertaba su pene, hacía mucho tiempo que su
cuerpo no reaccionaba con esa avidez. Toda ella lo tenía ardiendo, así de
sencillo. La deseaba y la deseaba en ese momento.
―Elena,
sé que lo notas, notas el aire cargado de deseo; el que ha despertado entre
nuestros cuerpos.
―Esto
es una locura, ¿Es acaso una broma? ―Intentó mirar a su alrededor buscando a
Margot escondida, solo a ella se le podía ocurrir algo así―. No puedes estar
hablando en serio. Tú y yo, o mejor dicho, usted y yo no nos conocemos
―explicó, molesta porque él tuviera razón en lo que estaba sintiendo.
―Aún
no, pero nos conoceremos en el sentido más intimo de la palabra. ―Su cuerpo se
pegó al de ella, mientras su boca se acercaba con desesperante lentitud.
Sus
miradas se fundieron generando más calor a su alrededor. Elena estaba muy
excitada, aunque también asustada. No sabía nada de ese hombre y estaba a punto
de sentir su boca sobre la de ella.
Sus
labios se rozaron y la mecha se encendió. Darío devoró esa boca con ansia y
hambre salvaje. Elena se convirtió en una masa maleable entre sus brazos, no
pudo contener la pasión que la estaba poseyendo y que anulaba su razón. Se
aferró a esos hombros fuertes y se dejó llevar, por primera vez en su vida, por
la necesidad que gritaba su cuerpo; esa boca la estaba transportando a cotas
inimaginables de placer.
Darío
la recostó sobre el sofá sin dejar de besarla, sus manos recorrían, con avidez,
las curvas de Elena sobre el vestido, pero no era suficiente. La necesidad de
fundir su piel y su cuerpo con el de esa mujer era acuciante, tanto que dolía.
Su erección pulsaba por salir de su encierro, buscaba el calor líquido de esa
hembra.
―Necesito
enterrarme dentro de ti ―susurró en su oído y lamió el lóbulo haciéndola
estremecer―. Necesito sentir la humedad de tu vagina rodeando y succionando mi
polla.
Esas
palabras y su mano intentando llegar a su sexo, hicieron que Elena despertara
de ese hechizo.
―Para,
por favor, para. Esto no puede suceder.
―Si
puede…, de hecho, va a suceder.
―Es
una locura, déjame.
La
puerta se abrió haciendo que Darío tensara su cuerpo y se incorporara para enfrentar
a quien había interrumpido ese momento.
―Darío
te estaba buscando, la prensa quie…, ―Paul se detuvo al ver a Elena―. ¡Oh,
perdón! No sabía que estabas con
alguien.
Darío
le lanzó una mirada asesina mientras ayudaba a Elena a incorporarse. Ella se
levantó con torpeza y se disculpó avergonzada; sin mirar atrás salió corriendo
de la habitación.
―¡Espera,
Elena! ―gritó intentado detenerla.
Paul
lo detuvo poniendo una mano sobre su hombro.
―¡Te
has vuelto loco! Podría haber entrado alguien del museo, hubiese sido un
escándalo ―le recriminó Paul.
―¡Me
importa una mierda! ―Lo fulminó con la mirada ―. Averigua todo de ella, dónde
vive, dónde trabaja… ¡Todo! Por tu bien espero encontrarla, necesito
encontrarla.
Sin
esperar respuesta se fue dando un portazo, sabía que no la encontraría entre la
multitud. Seguro que había huido de él y de lo que despertó entre ambos.
―Huye,
dulce Elena, pero esto no ha terminado aún ―musitó para sí mientras pasaba sus
largos dedos por su despeinado cabello.
Sacó
su móvil del bolsillo de su pantalón y marcó un número, al momento contestaron.
―Brad,
trae el coche a la entrada que salgo en unos minutos. ―Colgó sin esperar
respuesta.
―Señor
Velmont, disculpe. ―Lo detuvo un hombre que le salió al paso.
―¿En
qué puedo ayudarlo? ―preguntó sin ganas.
―Disculpe
el atrevimiento, soy Rob, el cuñado de su nueva asistente Julia. Quería
agradecerle las entradas, fueron para darle una sorpresa a una excelente amiga
que le admira muchísimo. Si pudiera acompañarme para presentarle a Elena le…
―¿Ha
dicho Elena? ―interrumpió con brusquedad―. Se refiere a Elena Montero.
―¿Ya
la ha conocido?
―Sí,
ya nos hemos conocido y desapareció antes de poder pedirle su número de
teléfono. ¿Me lo dará, verdad? ―Más que un pedido era una exigencia.
―No
se ofenda, señor, pero no estoy autorizado a darle el número de Elena a ningún
hombre, lo siento.
―¡No
soy ningún hombre! ―exclamó exasperado―. Además, dejamos una conversación a
medias.
―La
buscaré y se lo diré, quizás aún puedan terminar esa conversación ―comentó Rob
haciéndose el ingenuo―. Ha sido un placer conocerlo, hasta otra.
Frustrado
Darío se marchó sin molestarse en buscarla, sabía con seguridad que se había marchado.
Una
vez que logró encontrar un taxi, Elena respiró con tranquilidad. Sacó su móvil
del bolso y le mandó un mensaje a Margot para avisar que se había marchado.
Luego
cerró los ojos y en su mente reprodujo todo lo que acababa de vivir desde el
instante en el que quedó atrapada por esa voz. No podía negar que estaba muy
asustada y, al mismo tiempo, igual de excitada. Sentía la adrenalina recorrer
su cuerpo como las aguas, blancas o turbulentas, de los ríos conocidos como
rápidos. Sentía la humedad entre sus piernas, espesa y caliente. Su centro
latía por la necesidad imperiosa de tener a ese hombre clavado en su interior.
No
se reconocía, nunca se había dejado llevar por la atracción, jamás había besado
a un hombre en la primera cita…, menos aún, a un completo desconocido. Darío
Velmont era un hombre impactante, su sola presencia dominaba todo a su
alrededor. Si no llegan a interrumpirlos, estaba segura de que habrían follado
y también de que lo habría disfrutado.
Llegó
a su casa exhausta; era todo tan irreal que podría pensar que estaba en un
sueño y que cuando despertara nada de lo vivido habría ocurrido. El sonido de
su móvil la hizo darse cuenta de que todo era muy real.
―Hola,
Rob.
―De
hola nada, ya me estas explicando por qué te has marchado así. ¿Qué pasó con
Velmont?
―¿Qué
tiene que ver…
―Ahórrate
las palabras. Hablé con él porque quería presentártelo y tuvo el descaro de
pedirme tu número de teléfono para, según sus palabras, terminar una
conversación pendiente.
―¡No
se lo habrás dado!
―Elena,
por quién me tomas. Sabes que no le daría tu número a nadie, por muy bueno que
estuviera.
Su
cuerpo entero se relajó y se dejó caer en el sofá. Se quitó las sandalias y
decidió que la conversación tendría que esperar, ahora no estaba preparada para
enfrentarse a lo sucedido.
―Rob,
te quiero, pero no tengo fuerzas para esta conversación. Mañana te cuento lo
que quieras. Ahora estoy muy cansada y solo quiero acostarme.
―Elena,
mañana estaré en tu casa por la mañana para desayunar, luego te acompaño a la
cafetería.
―Vale,
buenas noches. ―Colgó y se levantó sintiéndose embriagada y no por el champan
precisamente―. Menos mal que no volveré a verlo ―se dijo en voz alta.
―Dime
algo, ¿por qué estás tan callado? ―preguntó Elena después de acabar de contarle
todo lo que pasó anoche.
―Es
que, viniendo de ti es tan inverosímil, que antes me creo que han llegado los
extraterrestres a que anoche estuviste a punto de acostarte con un desconocido,
muy bueno, pero desconocido al fin y al cabo ―comentó Rob mirando a su amiga
con la sorpresa aún pintada en su cara.
―Ni
yo misma me reconozco. No es mi forma de actuar…, ¡Dios! ―Se levantó nerviosa y
empezó a caminar por el salón―. Rob, nunca había sentido algo así, tan
visceral. Me sentí como la polilla atraída por la luz ―susurró mirando por la ventana
del salón.
―No
te comas la cabeza. No eres la única que ha sentido una atracción primaría por
alguien. ―Se acercó a ella―. Piensa que al menos te llevaste un morreo de
recuerdo con ese bombón ―dijo risueño.
―Ni
se te ocurra reírte a mi costa.
―Seamos
sinceros; desde cuando no sales con alguien, no te metes en la cama y te das un buen revolcón con un macizo.
―Eso
a qué viene.
―Viene
a que no hubiese pasado nada por darle una alegría a tu cuerpo anoche… yo no lo
hubiese rechazado ―afirmó Rob.
―¡Estás
loco!
―¿Por
qué? ―posó sus manos sobre los hombros de Elena para detener su huida―. Eres
una mujer adulta, independiente, libre y sana. ¿Qué te impidió dejarte llevar?
Un buen polvo y si te he visto no me acuerdo.
―Sencillamente,
no puedo. Aunque sea solo sexo, al menos me gusta conocer un poco al hombre con
quien me acuesto ―explicó.
―Por
una vez que rompieras esa regla no hubiese pasado nada.
―Yo…,
me asusté ―confesó en voz baja.
Rob
asintió con la cabeza al comprender lo que verdaderamente había hecho huir a
Elena. Le sonrió y la abrazó; era la hermana pequeña que siempre quiso tener. El
timbre de la puerta los hizo dar un respingo. Rob fue a abrir y Elena fue a
terminar de arreglarse. La voz de Margot gritando la hizo estremecer.
―¡Elena
Montero quiero los detalles…! ¡Todos!
―Que
te los cuente Rob, tengo que terminar de arreglarme o llegaré tarde ―dijo en
voz alta para que la escuchara.
Rob
se llevó a Margot a la cocina y mientras tomaban café le contó con pelos y
señales la noche de su sosa amiga.
Elena
entró justo cuando el terminaba la historia, Margot la miró a los ojos y
exclamo:
―¡Tú
eres tonta, no! Desperdiciar la oportunidad de tirarte a ese espécimen ―le
recriminó furiosa.
―Me
conoces mejor que nadie…, no podía hacerlo. Por favor, déjenlo ya ―suplicó a
sus amigos―. Lo ocurrido será solo una anécdota; dudo mucho que vuelva a
encontrármelo.
―Lo
dicho, esta chica es tonta y aún no se ha enterado ―musitó Margot levantándose
del taburete.
Los
tres se marcharon caminando hacia la cafetería con el nombre El arte del café.
El
día pasaba despacio o eso pensaba Elena; se sentía extraña, impaciente y
frustrada al mismo tiempo. Estaba preparando unas porciones de tarta para una
mesa llena de mujeres. Era un grupo muy variado que había formado un club de
lectura y que se reunían, una vez al mes, para hablar de un libro.
Al
momento en que se dirigía con la bandeja hacía la mesa, escuchó la campanilla
de la puerta al abrirse. Giró la cabeza y de la impresión trastabillo dejando
caer todo al suelo. El estrepito llamó la atención del personal y, sobre todo,
de quien acababa de entrar. El mismísimo Darío Velmont la miraba como un
depredador acechando a su víctima.
Elena
se quedó de pie en medio de aquel desastre de tartas esparcido por el suelo,
sus empleadas fueron corriendo a ayudarla, pero ella no reaccionaba a nada de
lo que le decían. Tenía la mirada atrapada en esos ojos violetas, estaba
paralizada por su fuerza.
Sin
darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor, Elena miraba como ese hombre se
acercaba con decisión, la cogía de la mano y la arrastraba fuera del caos que
había provocado su llegada.
Tirando
de ella la llevó al extremo más apartado de la barra y la aferró de la cintura
para sentarla sobre uno de los taburetes. A continuación, él tomó asiento en otro,
lo giró y se enfrentó a su mirada.
―Nos
volvemos a ver, dulce Elena ―susurró solo para ella.
―¿Cómo
me ha encontrado? ―preguntó saliendo del trance.
―La
pregunta está mal formulada.
―¡¿Cómo
dice?!
―Otra
vez mal…, Lo primero que tienes que hacer es tutearme. Así que si quieres
respuestas has las preguntas de manera correcta.
―¿De
qué planeta has salido?
―Eso
está mucho mejor ―dijo sonriendo.
―Estás
loco, no te lo ha dicho nadie. ―Lo tenía frente a sí y seguía sin creérselo.
―Mucha
gente lo piensa ―afirmó―. Por otra parte, respondiendo a tu primera pregunta,
te encontré buscándote. Si se sabe buscar todo se encuentra.
―Lo
que no entiendo es para qué me has buscado.
―Para
continuar lo que empezó anoche. ―Sus ojos brillaron con intensidad.
―Un
momento, ¿me estás diciendo que me has buscado para terminar lo que casi
ocurrió anoche entre los dos? ―preguntó mirándolo como si fuera de un universo
alternativo―. Tú y yo no vamos a terminar nada, lo entiendes.
―Elena,
eso que has dicho es una tontería. No vamos a terminar… vamos a empezar.
―Señor
Velmont, no sé con qué clase de mujeres está acostumbrado a tratar, pero
conmigo se está equivocando. ―Elena se bajo del taburete y lo miró furiosa―. Lo
mejor que puede hacer es olvidarse de mí y seguir con su vida.
―Ojalá
pudiera hacerlo; créeme que si pudiera lo haría, pero después de probar tu
boca, de oler tu perfume y de sentir las sinuosas curvas de tu cuerpo, me temo
que es imposible que te olvide.
Elena
cerró los ojos e inspiró hondo, esas palabras la dejaron temblorosa. Ese hombre
era una fuerza arrolladora que despertaba en ella una necesidad que no sabía
que tenía.
Soltó
el aire que había retenido y abrió sus ojos para encontrarse con la mirada
ardiente de Darío.
―No
puedo con esto, tengo trabajo esperando. Por favor, vete.
―Pide
el resto del día y ven conmigo ―ordenó―. Dime quien es el dueño y hablo con él.
―La
dueña soy yo, y no me voy a ir contigo a ninguna parte. ¡Vete!
Darío
la miró con otros ojos, estaba asombrado de saber que esa cafetería tan acogedora
era de ella. Cada nuevo matiz que descubría lo intrigaba y lo atraía más.
―No
voy a discutir contigo, esta noche te recojo a las ocho. ―Se acercó a ella, la
agarró por la nuca y la besó delante de todos. Cuando pudo reaccionar, Elena ya
estaba sola tocándose los labios hinchados, mientras el lugar se llenaba de
aplausos.
Frustrado
se metió en su coche y arrancó el mismo, a veces necesitaba estar solo y por
eso conducía. Le encantaba controlar la máquina, decidir la velocidad que
quería y, sobre todo, la paz que encontraba en esos momentos de soledad. Pero
ahora no estaba ocurriendo así. Una mujer diferente lo estaba atormentando.
No
podía negar que estaba acostumbrado a que las mujeres se rindieran a él y
presenciar cómo, a pesar de la atracción que sentían, ella se había negado; lo
había sorprendido e incomprensiblemente, lo había excitado aún más.
La
adrenalina corría feroz por sus venas, era una sensación conocida por él en
otros aspectos, pero nunca causado por una mujer. Mientras las calles de la
ciudad pasaban a gran velocidad, Darío decidió que necesitaba la paz de su
estudio para calmarse.
Activo
el manos libres y llamó a Paul, necesitaba desaparecer por unas horas.
―¿La
encontraste? ―preguntó nada más contestar.
―Sí,
pero no hiciste bien tus deberes. Te dije que quería saberlo todo.
―Vete
a la mierda, Darío. Anoche terminé agotado y solo me centré en lo prioritario,
encontrarla.
―Pues
la cafetería es suya.
―Una
mujer emprendedora, me gusta.
―Olvidaré
lo que has dicho ―espetó furioso.
―No
sé por qué, pero me parece que no salió bien el encuentro.
―Paul,
déjalo ―gruñó apretando los dedos en el volante―. Voy a desviar las llamadas de
mi móvil al tuyo, necesito estar solo. Hazte cargo de todo, por favor.
―De
acuerdo, pero dime qué pasó con esa mujer.
―Me
rechazó
―¡Oh,
Dios mío!, el gran Darío Velmont ha sido rechazado por una mujer…, esta sería toda una exclusiva. ―Paul se reía
a carcajadas―. Y dime, ¿qué se siente? ―preguntó entre risas.
―¡Qué
te jodan! ―cortó la llamada y siguió conduciendo.
Llegó
a su enorme apartamento en la última planta de un edificio que tenía unas
vistas impresionantes de la ciudad y del famoso rio Delaware. Entró en el
amplio salón que tenía una decoración muy minimalista. Se quitó la chaqueta y camino
hacia los grandes ventanales que regalaban a la vista una hermosa estampa de la
ciudad de Filadelfia. Darío se perdió en los matices de los colores al recibir
el impacto del sol, de las sombras que se formaban, de la comunión del asfalto
con la naturaleza.
La
soledad lo ayudaba a abrir su mente, a relajarse y dejarse llevar por lo que
había en su corazón, transcribiéndolo en su extraños y hermosos lienzos. Sintió
el conocido hormigueo en los dedos, un síntoma de que necesitaba pintar.
Se
giró y se fue a cambiar a su habitación, luego se encaminó a su estudio, su
refugio del mundo en general. Una vez dentro, recogió y preparó sus pinturas,
colocó un lienzo en blanco. Su cabeza estaba llena de imágenes de Elena… y así,
se sumergió en esa pasión desbordante.
Todo
lo demás dejó de existir, el tiempo se detuvo para él. Se dejó llevar por su
pasión empezó a plasmar con fuertes trazos lo que su mente y su corazón eran
capaces de crear.
Cerró
con llave la puerta y giró el cartel con la palabra cerrado. El día había terminado.
Estaba agotada, más emocionalmente que físicamente. Menos mal que mañana era su
día de descanso. Necesitaba relajarse y olvidar lo vivido en poco más de 24
horas. Terminó de hacer la caja y después de comprobar que todo estaba apagado,
cogió su bolso y salió a la calle. Cerró y se giró hacia la izquierda para
buscar un taxi, hoy no tenía fuerzas para caminar. Además, estaba nerviosa
recordando las palabras de Darío.
―¿Dónde
vas, Elena?
Se
quedó paralizada al escuchar ese sonido. Cerró los ojos, inspiró aire y se giró
para enfrentarlo. Estaba recostado sobre la puerta de un coche negro.
―¿A
qué has vuelto?
―Creo
que fui muy claro, te dije que te recogería.
―Eso
es cierto, lo dijiste, lo diste por hecho… No lo pediste. Una diferencia muy
significativa.
―Elena,
disculpa, soy un hombre que no se anda con rodeos.
―Eso
ya lo sé. Das por sentado que yo haré e iré a donde tú digas y, señor Velmont,
está usted muy equivocado.
Se
incorporó sin dejar de mirarla, era una mujer sencilla que, quizás, le hubiese
pasado desapercibido por la calle, aunque tenía algo que lo atraía. Caminó
hacia ella decidido a lograr su objetivo, pero fastidiado por tener que estar
detrás de alguien.
―¿Por
qué no hablamos de mis equivocaciones mientras cenamos?
―Porque
creo que todo esto es una locura. Es mejor que vuelva a su mundo, seguro que no
le faltan mujeres deseosas de estar con usted ―comentó sintiendo como invadía
su espacio.
―No
te comportes como una cría y vuelvas a las formalidades. Elena, no voy a negar
lo que acabas de decir, pero yo quiero salir contigo, quiero estar contigo,
quiero intimar contigo. ¿Te ha quedado claro?
―Que
tú quieras no significa que yo quiera ―susurró temblando.
―No
voy a desistir tan fácilmente, quiero hacerte mía.
―¡Dios,
mío! Te estás escuchando. Yo no soy un objeto que puedes comprar. Serás un
excelente pintor, pero eres una persona irritante y prepotente. ―Sus ojos
refulgían de rabia―. No tengo nada más que decir, buenas noches. ―Se giró para
irse.
No
había dado ni un paso cuando sintió su mano tirar de su brazo y hacerla girarse
hasta chocar con el pecho de él. La aprisionó contra su cuerpo sin importar
donde estaban, Elena se revolvió intentado soltarse, pero Darío era más fuerte.
La beso con ímpetu, penetrando en su boca y saboreando su interior; insistió
con su lengua hasta lograr la respuesta de ella. Despertó ese deseo que había
entre ambos, logrando que sus lenguas se saborearan con intensidad. Darío
interrumpió el beso y la observó fijamente.
―Dime
que no lo has sentido, dime ahora que es solo una locura, dímelo, Elena
―exigió.
―No
voy a mentir, pero no vas a lograr nada de mí con esa actitud ―dijo con la voz
entrecortada―. ¡Suéltame!
Darío
dejó caer sus brazos liberándola, dio un paso atrás y se sintió aturdido. Él no
necesitaba hacer nada, las mujeres se le lanzaban a los brazos. «¿Qué tiene
ella de especial?», pensó.
―Disculpa,
no debí tratarte así…, lo siento mucho.
―Acepto
tus disculpas y ahora será mejor que te marches.
―Déjame,
al menos, llevarte a tu casa, solo eso, por favor. ―«¿Desde cuándo pedía
algo?», se decía.
―Está
bien, acepto que me lleves.
El
trayecto, en el exclusivo Maserati Gran Turismo, tenía a Elena entre la
incredulidad y el temor, el coche se deslizaba por las calles como si flotara.
Su acompañante no había pronunciado ninguna palabra desde que ella le diera la
dirección. El asiento de piel era tan confortable que ella estaba segura que se
podía quedar dormida cómodamente. Nunca había subido a un coche de lujo, se
sentía como cenicienta en la carroza que la llevaba al baile.
Elena
miraba el perfil de Darío intentando entender a este hombre tan misterioso.
Estaba segura que nunca pedía nada, más bien exigía. Sin darse cuenta estaban
aparcando frente al edificio donde vivía. Darío se bajó del coche y fue a
abrirle la puerta, un gesto que a Elena le sorprendió gratamente. La ayudó a
bajar del auto y la acompañó al portal.
―¿Vives
aquí?
―Sí,
por…
―Nada,
es que se ve un poco descuidado el edificio.
―Es
antiguo y le harían falta reformas, pero me gusta.
―Muchas
reformas. No es muy seguro ―apuntó con voz baja.
―Es
un barrio tranquilo y yo sé cuidarme.
―No
quiero discutir contigo, quiero que aceptes salir a cenar mañana.
Sorprendida
lo miró a los ojos y vio, de nuevo, ese destello de vulnerabilidad que
enseguida se difuminó como si hubiese sido un espejismo.
―¿Solo
cenar?
―Sí,
cenar y tomar unas copas, quiero que no me tengas miedo, que me conozcas.
―De
acuerdo.
―Te
recojo a las ocho. ―Tomó su mano y de dio un beso en el dorso―. Buenas noches,
dulce Elena.