Salieron
del cine, ambas amigas estaban calladas repasando lo que sintieron al ver la
tan esperada película.
―Margort
¿De verdad es esto lo que desean las mujeres? ―preguntó Elena.
―La
película no le hace justicia al libro. No entiendo por qué no has querido
leerlos.
―Porque
no me atrae la trama de millonario traumatizado y sádico.
―Hablas
sin conocimiento de causa.
―¿En
serio? ―La miró con sorpresa―. Me vas a decir que voy a encontrar
algo más profundo en el libro de lo que he visto.
―Ésta
es una discusión de besugos. Pensé que al ver la película cambiarás de opinión
y le darías una oportunidad al libro.
―Somos
amigas, pero en esto nunca estaremos de acuerdo.
―El
romanticismo antiguo está sobrevalorado, Elena.
―Eso
lo dirás tú, que cambias de tío cada mes.
―La
vida es corta y me gusta el sexo ―afirmó Margot.
―Y
no te cuestiono, a mí también me gusta..., solo que yo deseo llegar a conocer a
mí hombre ideal.
―Elena,
el vivieron felices y comieron perdices es aburrido y más mentira que la
historia que acabamos de ver.
―Sabes
que no soy tan clásica. No necesito casarme, pero aparte de pasión quiero más.
―La
prota de la peli también quería más ―dijo Margot con una sonrisa irónica.
―Eres
tonta ―afirmó riendo Elena.
Ambas
continuaron con sus críticas a la película y se fueron a su restaurante
italiano favorito. Siempre hacían lo mismo una vez al mes, cine y cena. En ese
restaurante era donde preparaban la pasta más deliciosa de la ciudad. Entraron
y se sintieron como en casa, el camarero las saludó nada más tomar asiento en
su mesa de siempre.
―Darío,
¿has visitado a tu Madre?
―Marcel,
déjalo.
―Sí quieres
avanzar debes hacerlo.
―Lo
sé, pero..., joder, no es fácil.
―Nadie
dijo que lo fuera ―afirmó Marcel―. Es un paso importante para que empieces a
salir de la oscuridad que te envuelve.
―Sí…,
me lo dices en casa sesión.
―Es
que es importante, siento que estamos estancados.
―Dame
un respiro, por favor.
―Vale...,
dejaremos las sesiones durante un mes. Pero antes de regresar debes ir a verla.
Con pagar el centro donde la cuidan no es suficiente.
―No
me presiones, mierda. ―Se levantó del cómodo sillón de piel y empezó a pasear
de un lado a otro―. Sabes que no es fácil para mí enfrentarla..., ella me
recuerda mi pasado; la mierda de niñez que tuve...
―Es
que debes enfrentar esos fantasmas para poder avanzar.
―¡Ya
lo sé! ―gritó y se fue de la consulta dando un portazo.
―Lo
hago por tu bien Darío, debes vivir y no sólo existir ―habló en voz alta el
doctor.
Mientras
bajaba en el ascensor, Darío seguía escuchando las palabras de Marcel en su
cabeza; sabía que todo era verdad, que estaba estancado…, llevaba años
estancado y su vida era vacía y sin sentido. Solo su trabajo lo satisfacía, sus
logros eran lo único que le importaba.
Salió
a la calle y caminó directo a su coche, necesitaba distraerse y para ello nada
mejor que ir a su estudio.
La
semana había pasado en un suspiro para Elena; desde que abrió su negocio con la
ayuda de su padrastro, la cafetería cada día iba mejor. Cuando decidió que
estilo quería, pensó que el mejor lugar para abrirla era en la avenida de las
artes. Filadelfia era la ciudad americana que tenía el arte más público, más al
alcance de cualquiera.
Después
de cerrar, se fue a su apartamento caminando. Siempre disfrutaba de esos
paseos; la ciudad vibraba por las noches, con los músicos callejeros, los
artistas que ofrecían sus habilidades para hacer un retrato o caricatura a
cualquier paseante. Su negocio se fusionó a la perfección con los artistas de
la zona.
Vivía
relativamente cerca, por eso siempre iba al trabajo caminando. Su apartamento
estaba en un edificio antiguo en el centro de la ciudad. Llegó y fue corriendo
a ducharse, Margot no tardaría en pasar a recogerla.
Se
miró en el espejo una vez terminada de arreglar; como le había dicho su amiga
que iban a un lugar de etiqueta, Elena se decantó por un sencillo vestido color
burdeos, sin mangas y con escote barco. Se ajustaba a su esbelta figura como un
guante y resaltaba sus bien proporcionados pechos. Completaban su atuendo, unas
sandalias altas, un bolso y un chal todo color plata. Su cabello negro caía
sobre sus hombros en suaves ondas, brillaba como la seda. Cuando estaba
terminando de pintarse los labios sonó el timbre anunciando la llegada de sus
amigos.
Abrió
la puerta y los invitó a pasar, la primera en entrar, como un huracán, fue
Margot. Llevaba un vestido palabra de honor en color verde musgo, que abrazaba
sus exuberantes curvas; el cabello en un sencillo recogido y unos pendientes
largos como único adorno. Le siguió, riendo, Rob que le dio un abrazo fuerte.
―Querida,
estás preciosa. Vas a ser la mejor esta noche ―afirmó.
―Eres
un exagerado. ―Miró por encima de su hombro, buscando a Taylor―. ¿Dónde está tu
marido, Rob?
―Nos
espera en el coche; vamos que si no llegaremos tarde.
―¿Por
qué tanto misterio? ―preguntó Elena.
―No
hay ningún misterio, es simplemente una sorpresa, darling.
Los
tres bajaron en busca de Taylor y, al salir a la calle, lo vieron apoyado
en el clásico que conducía esa noche, un
Cadillac Deville Coupe de 1971. Se acercaron mientras Elena admiraba el coche;
si su padrastro lo viera seguro que le pediría a Taylor que se lo vendiera.
―Hola,
guapo ―saludó Elena dándole un beso en la mejilla.
―¿Cómo
está mi chica preferida?
―¡¡Oye!!
¡Me voy a poner celosa! ―exclamó riendo Margot―. Dejen los saludos para luego y
marchémonos.
Entraron
y Taylor arrancó con un suave ronroneo esa maravilla de coche. Se adentraron en
las calles de Filadelfia. Elena estaba expectante por saber que sorpresa habían
planeado sus tres amigos.
Cuando
llegaron al lugar ella no salía de su asombro, miraba los coches de lujo
aparcados y la gente que subía por ese largo tramo de escalones para acceder al
recinto.
―¡¿Cómo
conseguisteis las entradas?! Se agotaron enseguida, intenté hacerme con ellas,
pero fue inútil. ―Elena no se podía creer que estaban ahí.
―Es
lo bueno de tener contactos… ―dijo Rob con una sonrisa.
―¡Dios
mío! Es la mejor sorpresa que podías darme, te quiero, Rob. ―Elena lo abrazó y
le llenó la cara de besos.
Los
demás empezaron a reír al ver su efusividad. Taylor aparcó el coche y todos se
bajaron y se encaminaron hacia el museo de arte de la ciudad. El mismo estaba
presidido por ese tramo de escalones que se hizo famoso gracias a la película
Rocky.
Para
Elena era su primera visita al museo; desde que se trasladó con su familia a
Filadelfia había deseado conocerlo, pero entre unas cosas y otras no había
encontrado el momento. Ahora lo haría en la inauguración de una de las
exposiciones más esperadas por los amantes del arte.
En
una pequeña antesala, Darío Velmont miraba la cantidad de gente que estaba
admirando sus cuadros. Aunque no era la primera exposición que hacía, si era la
primera vez que exponía en su ciudad y en ese museo. Todo un honor y un orgullo
para él.
Siempre
actuaba igual, solo aparecía el día de la inauguración de la exposición, luego
ya no regresaba más. No le gustaba socializar con las personas, era muy cerrado
y le molestaba sobremanera que lo adularan en todo momento.
―Darío,
¿estás preparado?, la sala esta hasta arriba de gente. Va a ser un éxito
―aseguró su agente.
―Nunca
estoy preparado para esto y lo sabes, Paul.
―Pues
nadie lo diría, siempre que haces tú aparición te desenvuelves como pez en el
agua.
―Años
de práctica, sonrisas ensayadas, frases preparadas y conquistas a todos. Pero
eso no quiere decir que me guste hacerlo.
―Es
el precio del éxito. Anda, vamos; cuanto antes salgas antes terminas.
Inspiró
profundamente y siguió a su amigo y su agente, Paul Morrison. Se conocían desde
hacía muchos años, desde que coincidieron en la Universidad y después de una
pelea se hicieron inseparables.
Nada
más mezclarse con la gente de la sala, Darío empezó a sentir el ahogo que
siempre le producían los espacios llenos de personas. Tenía que respirar y
tranquilizarse.
En
cuanto vio a la madre de Paul su pulso se apaciguó y su cuerpo se relajó.
Caminó hacia ella con una sonrisa, era la única mujer a la que Darío podía
decir que quería.
―Amelia,
estás hermosa, como siempre ―dijo nada más llegar a su lado.
―Mi
querido muchacho, dame un abrazo. Estoy tan orgullosa de ti ―susurró cerca de
su oído.
―Gracias.
―¿Y
para mí no hay abrazo, mamá? ―preguntó riendo Paul.
―A
ti te daría una tunda si pudiera. ¿Desde cuándo no vienes a verme?
―Ahora
no, por favor… ―suplicó poniendo los ojos en blanco―, luego me regañas. Darío,
ven, tienes que inaugurar la exposición; mamá dame tu brazo y acompáñanos.
Se
dirigieron a la zona preparada para que Darío diera la bienvenida a los
asistentes. Todos miraban expectantes como el reconocido pintor se acercaba;
los camareros repartían copas de champan, mientras las personas hablaban de la
fuerza que transmitían los colores agresivos de su obra; muchos deseaban
conocer, esa noche, al autor.
Elena
estaba embelesada admirando un cuadro en particular; una fuerza de color y
pasión se desprendía de los fuertes trazos, de lo marcado de la silueta, del
contraste de oscuridad y luz. Sencillamente estaba atrapada por la intensidad
de la obra. De pronto, una voz, algo ronca, llamó su atención haciéndola
regresar del trance en el que estaba sumergida.
Se
giró y caminó hacia ese sonido, solo tuvo que dar unos pocos pasos para ver
quién era el dueño de ese tono aterciopelado que la atrajo. Cuando sus ojos se
posaron sobre él se quedó sin aire; ninguna foto le hacía justicia…, era una
obra de arte de carne y huesos. Su estatura rebasaba mucho a la del resto de
los presentes, el cabello, rebelde, caía sobre sus hombros sin restarle un
ápice a la fuerza de su masculinidad. Era del color de los girasoles en otoño;
con algunas mechas oscuras entremezcladas con el dorado que brillaba bajo el
resplandor de las luces. Su piel luminosa contrastaba con el extraño color de
sus ojos…, eran, no estaba segura desde esa distancia; pero Elena juraría que
eran de color violeta, sí, como los de Elizabeth Taylor.
Su
rostro transmitía tensión y una fuerza varonil que arrasó con ella, sintió que
su vientre subía y bajaba como si acabara de lanzarse por una montaña rusa.
Nunca antes un hombre la había impactado de esa manera, tan profundamente, que
no escuchaba nada de lo que su boca decía; solo sentía el sonido ronco de su
voz acariciar su cuerpo. Sus labios, que estaban rodeados por una sensual
perilla, dejaban escapar ese sonido vibrante que reverberaba es cada rincón de
su piel.
Sus
ojos viajaron por su cuerpo, esbelto, fuerte y que rezumaba sexualidad por
todos lados.
―Es
una belleza salvaje, ¿verdad? ―dijo Margot, asustando a Elena que no se había
percatado de su llegada.
―Yo…,
no tengo palabras. ―rompió en contacto visual y miró a su amiga―. Nunca he
visto a un hombre así.
―Impresiona
mucho, debe ser una fiera en la cama.
―¡¡Margot!!
Siempre pensando en lo mismo ―dijo para disimular la excitación que sintió al
imaginárselo.
―Disculpa,
Elena, pero estoy segura de que la mayoría de las mujeres de esta sala ha
pensado lo mismo nada más verlo.
Ella
pensaba igual, era un hombre peligroso, intenso y, desde esa distancia,
resultaba muy intimidante; aunque, vio algo en sus ojos, algo muy sutil que no
sabía si había imaginado…, fue como un destello de vulnerabilidad que brilló
por un segundo en esas profundidades. «Menuda tontería», se dijo a sí misma.
El
aplauso colectivo sacó a Elena de sus pensamientos haciéndola regresar a la
realidad, estaba en la inauguración de las obras de uno de los descubrimientos
más recientes, Darío Velmont. Era un sueño poder ver de cerca sus obras, le
fascinaban por todos los sentimientos que generaban.
Después
de un discurso del que no se enteró, Elena acompañó a Margot en busca de sus
amigos. La gente empezó a pasear por cada pieza expuesta, todos se quedaban en
silencio ante cada cuadro; intentaban asimilar el poder que encerraba.
―¡Elena,
Elena! ―gritó Rob, llamando su atención.
Se dirigieron
hacia él y nada más llegar a su lado, Rob tiró de su mano y la arrastró,
literalmente, entre el torbellino de gente que se encontraba a su paso.
―¡Rob,
para! ¡Para, por favor! ―exclamaba con insistencia sin que su acompañante le
hiciera el menor caso.
Al
llegar al final de uno de los laterales de la gran sala, Rob se detuvo y se
giró para enfrentarla.
―¿Lo
has visto?
―¿A
quién te refieres? ―preguntó intentando recobrar el aliento.
―¡¡Estás
loco, Rob!! ―gritó a su vez Margot que acababa de darles alcance.
―Ahora
no ―pidió sin mirarla―. Elena, contéstame, ¿has visto a
ese hombre?
―¿Te
refieres a Darío Velmont?
―Sobra
la pregunta.
―Sí,
lo vi, pero no entiendo a que viene esa locura que te ha dado. Te podía haber
contestado lo mismo sin correr los cien metros lisos.
―Exagerada.
―dijo moviendo una mano para restar importancia―. Ahora viene lo mejor, ¿Has
visto como te ha mirado?
―¡¡¡Qué!!!
―gritó Elena entre nerviosa y divertida―. No me ha mirado; se puede saber que
estás bebiendo, ves alucinaciones.
―De
eso nada; cuando estabas hablando con Margot, yo estaba embelesado admirando
ese ejemplar de pura testosterona y me fije que miraba algo o a alguien, detenidamente.
Seguí su mirada y…, cuál fue mi sorpresa cuando vi que no te quitaba ojo de
encima.
―Sería
a Margot a quien miraba ―murmuró Elena incrédula.
―No,
si me hubiese mirado yo lo abría advertido. Tengo un detector infalible para
los hombres que muestran interés en mi ―afirmó risueña.
―Estáis
tontos los dos. Rob deja de ver
películas de amor, te tienen el cerebro dormido. ―Miró a sus amigos y esas
sonrisas condescendientes que la sacaban de sus casillas―. Me voy a por otra
copa, estáis insoportables.
Elena
se fue hacia la mesa donde servían las bebidas, necesitaba tomar algo que
calmara sus nervios. Se sentía muy alterada y tenía el cuerpo sensible, se
notaba excitada y eso jamás le había sucedido. No con esa intensidad.
Caminaba
distraída cuando vio frente a sí, como una mujer empujaba sin querer al
camarero que estaba junto a ella y, para no dejar caer la bandeja, éste dio un
paso atrás empujando a Elena que a punto estuvo de caer al suelo; unas manos
fuertes la sujetaron en último momento. Un poco asustada aún, se giró para
agradecer a la persona que había evitado el bochorno de terminar espatarrada en
el brillante suelo de mármol.
Cuando
alzó su mirada se quedó sin respiración al ver a Darío Velmont y, sentir como
la fuerza varonil que emanaba de él la envolvía.
―Muchas
gra…, gracias, señor Velmont.
―Darío,
por favor. ¿Estás bien? Te veo pálida. ―La cogió de la mano y se la llevó―.
Acompáñame, necesitas sentarte.
Sin
comprender muy lo que estaba pasando se dejó llevar y, cuando se percató,
estaba entrando en una sala adjunta que se ocultaba por una puerta camuflada.
Darío la llevó hacia un sofá y la hizo sentarse, luego fue a por un vaso de
agua. Se sentó junto a ella y le dio el vaso.
―Bebe
―ordenó, o eso pensó Elena.
Debido
a los nervios y a la cercanía de ese hombre, obedeció y bebió el agua.
Necesitaba tranquilizarse, volver a ser ella misma. Estaba siendo una noche
irreal…, todo era extraño, ese hombre era muy extraño.
Darío
le quitó el vaso y lo colocó en la mesa que estaba frente al sofá, no podía
apartar los ojos de la maravillosa mujer que tenía a su lado. Era una mezcla de
femme fatal e inocencia que lo había aturdido, y eso no solía ocurrirle.
―Le
agradezco su ayuda, ya estoy mejor ―habló intentando ponerse de pie.
―Espera.
―La detuvo colocando una mano en su hombro―. No me has dicho cómo te llamas.
―La soltó a ver que ella se quedaba en su asiento.
―Elena,
Elena Montero ―murmuró nerviosa.
―Encantado,
dulce Elena ―susurró antes de posar sus
labios en su muñeca. Exactamente, en el punto donde latía su pulso acelerado la
beso y, con la punta de la lengua, lamió el sabor de su piel.
El
aire cambió entre ellos, todo se electrificó a su alrededor. La tensión sexual
se avivó mientras Darío se acercaba más a Elena en el sofá. «Esto no me puede
estar pasando, es un sueño, es algo producto de mi mente calenturienta.»,
pensaba mientras sentía como su piel ardía, bajo la suave caricia de los dedos
de Darío, en el lugar exacto donde antes había estado su boca.
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