domingo, 21 de junio de 2015

CAPÍTULO 2

Darío sintió como el perfume de Elena despertaba su pene, hacía mucho tiempo que su cuerpo no reaccionaba con esa avidez. Toda ella lo tenía ardiendo, así de sencillo. La deseaba y la deseaba en ese momento.
―Elena, sé que lo notas, notas el aire cargado de deseo; el que ha despertado entre nuestros cuerpos.
―Esto es una locura, ¿Es acaso una broma? ―Intentó mirar a su alrededor buscando a Margot escondida, solo a ella se le podía ocurrir algo así―. No puedes estar hablando en serio. Tú y yo, o mejor dicho, usted y yo no nos conocemos ―explicó, molesta porque él tuviera razón en lo que estaba sintiendo.
―Aún no, pero nos conoceremos en el sentido más intimo de la palabra. ―Su cuerpo se pegó al de ella, mientras su boca se acercaba con desesperante lentitud.
Sus miradas se fundieron generando más calor a su alrededor. Elena estaba muy excitada, aunque también asustada. No sabía nada de ese hombre y estaba a punto de sentir su boca sobre la de ella.
Sus labios se rozaron y la mecha se encendió. Darío devoró esa boca con ansia y hambre salvaje. Elena se convirtió en una masa maleable entre sus brazos, no pudo contener la pasión que la estaba poseyendo y que anulaba su razón. Se aferró a esos hombros fuertes y se dejó llevar, por primera vez en su vida, por la necesidad que gritaba su cuerpo; esa boca la estaba transportando a cotas inimaginables de placer.
Darío la recostó sobre el sofá sin dejar de besarla, sus manos recorrían, con avidez, las curvas de Elena sobre el vestido, pero no era suficiente. La necesidad de fundir su piel y su cuerpo con el de esa mujer era acuciante, tanto que dolía. Su erección pulsaba por salir de su encierro, buscaba el calor líquido de esa hembra.
―Necesito enterrarme dentro de ti ―susurró en su oído y lamió el lóbulo haciéndola estremecer―. Necesito sentir la humedad de tu vagina rodeando y succionando mi polla.
Esas palabras y su mano intentando llegar a su sexo, hicieron que Elena despertara de ese hechizo.
―Para, por favor, para. Esto no puede suceder.
―Si puede…, de hecho, va a suceder.
―Es una locura, déjame.
La puerta se abrió haciendo que Darío tensara su cuerpo y se incorporara para enfrentar a quien había interrumpido ese momento.
―Darío te estaba buscando, la prensa quie…, ―Paul se detuvo al ver a Elena―. ¡Oh, perdón! No sabía que estabas con  alguien.
Darío le lanzó una mirada asesina mientras ayudaba a Elena a incorporarse. Ella se levantó con torpeza y se disculpó avergonzada; sin mirar atrás salió corriendo de la habitación.
―¡Espera, Elena! ―gritó intentado detenerla.
Paul lo detuvo poniendo una mano sobre su hombro.
―¡Te has vuelto loco! Podría haber entrado alguien del museo, hubiese sido un escándalo ―le recriminó Paul.
―¡Me importa una mierda! ―Lo fulminó con la mirada ―. Averigua todo de ella, dónde vive, dónde trabaja… ¡Todo! Por tu bien espero encontrarla, necesito encontrarla.
Sin esperar respuesta se fue dando un portazo, sabía que no la encontraría entre la multitud. Seguro que había huido de él y de lo que despertó entre ambos.
―Huye, dulce Elena, pero esto no ha terminado aún ―musitó para sí mientras pasaba sus largos dedos por su despeinado cabello.
Sacó su móvil del bolsillo de su pantalón y marcó un número, al momento contestaron.
―Brad, trae el coche a la entrada que salgo en unos minutos. ―Colgó sin esperar respuesta.
―Señor Velmont, disculpe. ―Lo detuvo un hombre que le salió al paso.
―¿En qué puedo ayudarlo? ―preguntó sin ganas.
―Disculpe el atrevimiento, soy Rob, el cuñado de su nueva asistente Julia. Quería agradecerle las entradas, fueron para darle una sorpresa a una excelente amiga que le admira muchísimo. Si pudiera acompañarme para presentarle a Elena le…
―¿Ha dicho Elena? ―interrumpió con brusquedad―. Se refiere a Elena Montero.
―¿Ya la ha conocido?
―Sí, ya nos hemos conocido y desapareció antes de poder pedirle su número de teléfono. ¿Me lo dará, verdad? ―Más que un pedido era una exigencia.
―No se ofenda, señor, pero no estoy autorizado a darle el número de Elena a ningún hombre, lo siento.
―¡No soy ningún hombre! ―exclamó exasperado―. Además, dejamos una conversación a medias.
―La buscaré y se lo diré, quizás aún puedan terminar esa conversación ―comentó Rob haciéndose el ingenuo―. Ha sido un placer conocerlo, hasta otra.
Frustrado Darío se marchó sin molestarse en buscarla, sabía con seguridad que se había marchado.


Una vez que logró encontrar un taxi, Elena respiró con tranquilidad. Sacó su móvil del bolso y le mandó un mensaje a Margot para avisar que se había marchado.
Luego cerró los ojos y en su mente reprodujo todo lo que acababa de vivir desde el instante en el que quedó atrapada por esa voz. No podía negar que estaba muy asustada y, al mismo tiempo, igual de excitada. Sentía la adrenalina recorrer su cuerpo como las aguas, blancas o turbulentas, de los ríos conocidos como rápidos. Sentía la humedad entre sus piernas, espesa y caliente. Su centro latía por la necesidad imperiosa de tener a ese hombre clavado en su interior.
No se reconocía, nunca se había dejado llevar por la atracción, jamás había besado a un hombre en la primera cita…, menos aún, a un completo desconocido. Darío Velmont era un hombre impactante, su sola presencia dominaba todo a su alrededor. Si no llegan a interrumpirlos, estaba segura de que habrían follado y también de que lo habría disfrutado.
Llegó a su casa exhausta; era todo tan irreal que podría pensar que estaba en un sueño y que cuando despertara nada de lo vivido habría ocurrido. El sonido de su móvil la hizo darse cuenta de que todo era muy real.
―Hola, Rob.
―De hola nada, ya me estas explicando por qué te has marchado así. ¿Qué pasó con Velmont?
―¿Qué tiene que ver…
―Ahórrate las palabras. Hablé con él porque quería presentártelo y tuvo el descaro de pedirme tu número de teléfono para, según sus palabras, terminar una conversación pendiente.
―¡No se lo habrás dado!
―Elena, por quién me tomas. Sabes que no le daría tu número a nadie, por muy bueno que estuviera.
Su cuerpo entero se relajó y se dejó caer en el sofá. Se quitó las sandalias y decidió que la conversación tendría que esperar, ahora no estaba preparada para enfrentarse a lo sucedido.
―Rob, te quiero, pero no tengo fuerzas para esta conversación. Mañana te cuento lo que quieras. Ahora estoy muy cansada y solo quiero acostarme.
―Elena, mañana estaré en tu casa por la mañana para desayunar, luego te acompaño a la cafetería.
―Vale, buenas noches. ―Colgó y se levantó sintiéndose embriagada y no por el champan precisamente―. Menos mal que no volveré a verlo ―se dijo en voz alta.



―Dime algo, ¿por qué estás tan callado? ―preguntó Elena después de acabar de contarle todo lo que pasó anoche.
―Es que, viniendo de ti es tan inverosímil, que antes me creo que han llegado los extraterrestres a que anoche estuviste a punto de acostarte con un desconocido, muy bueno, pero desconocido al fin y al cabo ―comentó Rob mirando a su amiga con la sorpresa aún pintada en su cara.
―Ni yo misma me reconozco. No es mi forma de actuar…, ¡Dios! ―Se levantó nerviosa y empezó a caminar por el salón―. Rob, nunca había sentido algo así, tan visceral. Me sentí como la polilla atraída por la luz ―susurró mirando por la ventana del salón.
―No te comas la cabeza. No eres la única que ha sentido una atracción primaría por alguien. ―Se acercó a ella―. Piensa que al menos te llevaste un morreo de recuerdo con ese bombón ―dijo risueño.
―Ni se te ocurra reírte a mi costa.
―Seamos sinceros; desde cuando no sales con alguien, no te metes en  la cama y te das un buen revolcón con un macizo.
―Eso a qué viene.
―Viene a que no hubiese pasado nada por darle una alegría a tu cuerpo anoche… yo no lo hubiese rechazado ―afirmó Rob.
―¡Estás loco!
―¿Por qué? ―posó sus manos sobre los hombros de Elena para detener su huida―. Eres una mujer adulta, independiente, libre y sana. ¿Qué te impidió dejarte llevar? Un buen polvo y si te he visto no me acuerdo.
―Sencillamente, no puedo. Aunque sea solo sexo, al menos me gusta conocer un poco al hombre con quien me acuesto ―explicó.
―Por una vez que rompieras esa regla no hubiese pasado nada.
―Yo…, me asusté ―confesó en voz baja.
Rob asintió con la cabeza al comprender lo que verdaderamente había hecho huir a Elena. Le sonrió y la abrazó; era la hermana pequeña que siempre quiso tener. El timbre de la puerta los hizo dar un respingo. Rob fue a abrir y Elena fue a terminar de arreglarse. La voz de Margot gritando la hizo estremecer.
―¡Elena Montero quiero los detalles…! ¡Todos!
―Que te los cuente Rob, tengo que terminar de arreglarme o llegaré tarde ―dijo en voz alta para que la escuchara.
Rob se llevó a Margot a la cocina y mientras tomaban café le contó con pelos y señales la noche de su sosa amiga.
Elena entró justo cuando el terminaba la historia, Margot la miró a los ojos y exclamo:
―¡Tú eres tonta, no! Desperdiciar la oportunidad de tirarte a ese espécimen ―le recriminó furiosa.
―Me conoces mejor que nadie…, no podía hacerlo. Por favor, déjenlo ya ―suplicó a sus amigos―. Lo ocurrido será solo una anécdota; dudo mucho que vuelva a encontrármelo.
―Lo dicho, esta chica es tonta y aún no se ha enterado ―musitó Margot levantándose del taburete.
Los tres se marcharon caminando hacia la cafetería con el nombre El arte del café.


El día pasaba despacio o eso pensaba Elena; se sentía extraña, impaciente y frustrada al mismo tiempo. Estaba preparando unas porciones de tarta para una mesa llena de mujeres. Era un grupo muy variado que había formado un club de lectura y que se reunían, una vez al mes, para hablar de un libro.
Al momento en que se dirigía con la bandeja hacía la mesa, escuchó la campanilla de la puerta al abrirse. Giró la cabeza y de la impresión trastabillo dejando caer todo al suelo. El estrepito llamó la atención del personal y, sobre todo, de quien acababa de entrar. El mismísimo Darío Velmont la miraba como un depredador acechando a su víctima.
Elena se quedó de pie en medio de aquel desastre de tartas esparcido por el suelo, sus empleadas fueron corriendo a ayudarla, pero ella no reaccionaba a nada de lo que le decían. Tenía la mirada atrapada en esos ojos violetas, estaba paralizada por su fuerza.
Sin darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor, Elena miraba como ese hombre se acercaba con decisión, la cogía de la mano y la arrastraba fuera del caos que había provocado su llegada.
Tirando de ella la llevó al extremo más apartado de la barra y la aferró de la cintura para sentarla sobre uno de los taburetes. A continuación, él tomó asiento en otro, lo giró y se enfrentó a su mirada.
―Nos volvemos a ver, dulce Elena ―susurró solo para ella.
―¿Cómo me ha encontrado? ―preguntó saliendo del trance.
―La pregunta está mal formulada.
―¡¿Cómo dice?!
―Otra vez mal…, Lo primero que tienes que hacer es tutearme. Así que si quieres respuestas has las preguntas de manera correcta.
―¿De qué planeta has salido?
―Eso está mucho mejor ―dijo sonriendo.
―Estás loco, no te lo ha dicho nadie. ―Lo tenía frente a sí y seguía sin creérselo.
―Mucha gente lo piensa ―afirmó―. Por otra parte, respondiendo a tu primera pregunta, te encontré buscándote. Si se sabe buscar todo se encuentra.
―Lo que no entiendo es para qué me has buscado.
―Para continuar lo que empezó anoche. ―Sus ojos brillaron con intensidad.
―Un momento, ¿me estás diciendo que me has buscado para terminar lo que casi ocurrió anoche entre los dos? ―preguntó mirándolo como si fuera de un universo alternativo―. Tú y yo no vamos a terminar nada, lo entiendes.
―Elena, eso que has dicho es una tontería. No vamos a terminar… vamos a empezar.
―Señor Velmont, no sé con qué clase de mujeres está acostumbrado a tratar, pero conmigo se está equivocando. ―Elena se bajo del taburete y lo miró furiosa―. Lo mejor que puede hacer es olvidarse de mí y seguir con su vida.
―Ojalá pudiera hacerlo; créeme que si pudiera lo haría, pero después de probar tu boca, de oler tu perfume y de sentir las sinuosas curvas de tu cuerpo, me temo que es imposible que te olvide.
Elena cerró los ojos e inspiró hondo, esas palabras la dejaron temblorosa. Ese hombre era una fuerza arrolladora que despertaba en ella una necesidad que no sabía que tenía.
Soltó el aire que había retenido y abrió sus ojos para encontrarse con la mirada ardiente de Darío.
―No puedo con esto, tengo trabajo esperando. Por favor, vete.
―Pide el resto del día y ven conmigo ―ordenó―. Dime quien es el dueño y hablo con él.
―La dueña soy yo, y no me voy a ir contigo a ninguna parte. ¡Vete!
Darío la miró con otros ojos, estaba asombrado de saber que esa cafetería tan acogedora era de ella. Cada nuevo matiz que descubría lo intrigaba y lo atraía más.
―No voy a discutir contigo, esta noche te recojo a las ocho. ―Se acercó a ella, la agarró por la nuca y la besó delante de todos. Cuando pudo reaccionar, Elena ya estaba sola tocándose los labios hinchados, mientras el lugar se llenaba de aplausos.



Frustrado se metió en su coche y arrancó el mismo, a veces necesitaba estar solo y por eso conducía. Le encantaba controlar la máquina, decidir la velocidad que quería y, sobre todo, la paz que encontraba en esos momentos de soledad. Pero ahora no estaba ocurriendo así. Una mujer diferente lo estaba atormentando.
No podía negar que estaba acostumbrado a que las mujeres se rindieran a él y presenciar cómo, a pesar de la atracción que sentían, ella se había negado; lo había sorprendido e incomprensiblemente, lo había excitado aún más.
La adrenalina corría feroz por sus venas, era una sensación conocida por él en otros aspectos, pero nunca causado por una mujer. Mientras las calles de la ciudad pasaban a gran velocidad, Darío decidió que necesitaba la paz de su estudio para calmarse.
Activo el manos libres y llamó a Paul, necesitaba desaparecer por unas horas.
―¿La encontraste? ―preguntó nada más contestar.
―Sí, pero no hiciste bien tus deberes. Te dije que quería saberlo todo.
―Vete a la mierda, Darío. Anoche terminé agotado y solo me centré en lo prioritario, encontrarla.
―Pues la cafetería es suya.
―Una mujer emprendedora, me gusta.
―Olvidaré lo que has dicho ―espetó furioso.
―No sé por qué, pero me parece que no salió bien el encuentro.
―Paul, déjalo ―gruñó apretando los dedos en el volante―. Voy a desviar las llamadas de mi móvil al tuyo, necesito estar solo. Hazte cargo de todo, por favor.
―De acuerdo, pero dime qué pasó con esa mujer.
―Me rechazó
―¡Oh, Dios mío!, el gran Darío Velmont ha sido rechazado por una mujer…,  esta sería toda una exclusiva. ―Paul se reía a carcajadas―. Y dime, ¿qué se siente? ―preguntó entre risas.
―¡Qué te jodan! ―cortó la llamada y siguió conduciendo.
Llegó a su enorme apartamento en la última planta de un edificio que tenía unas vistas impresionantes de la ciudad y del famoso rio Delaware. Entró en el amplio salón que tenía una decoración muy minimalista. Se quitó la chaqueta y camino hacia los grandes ventanales que regalaban a la vista una hermosa estampa de la ciudad de Filadelfia. Darío se perdió en los matices de los colores al recibir el impacto del sol, de las sombras que se formaban, de la comunión del asfalto con la naturaleza.
La soledad lo ayudaba a abrir su mente, a relajarse y dejarse llevar por lo que había en su corazón, transcribiéndolo en su extraños y hermosos lienzos. Sintió el conocido hormigueo en los dedos, un síntoma de que necesitaba pintar.
Se giró y se fue a cambiar a su habitación, luego se encaminó a su estudio, su refugio del mundo en general. Una vez dentro, recogió y preparó sus pinturas, colocó un lienzo en blanco. Su cabeza estaba llena de imágenes de Elena… y así, se sumergió en esa pasión desbordante.
Todo lo demás dejó de existir, el tiempo se detuvo para él. Se dejó llevar por su pasión empezó a plasmar con fuertes trazos lo que su mente y su corazón eran capaces de crear.



Cerró con llave la puerta y giró el cartel con la palabra cerrado. El día había terminado. Estaba agotada, más emocionalmente que físicamente. Menos mal que mañana era su día de descanso. Necesitaba relajarse y olvidar lo vivido en poco más de 24 horas. Terminó de hacer la caja y después de comprobar que todo estaba apagado, cogió su bolso y salió a la calle. Cerró y se giró hacia la izquierda para buscar un taxi, hoy no tenía fuerzas para caminar. Además, estaba nerviosa recordando las palabras de Darío.
―¿Dónde vas, Elena?
Se quedó paralizada al escuchar ese sonido. Cerró los ojos, inspiró aire y se giró para enfrentarlo. Estaba recostado sobre la puerta de un coche negro.
―¿A qué has vuelto?
―Creo que fui muy claro, te dije que te recogería.
―Eso es cierto, lo dijiste, lo diste por hecho… No lo pediste. Una diferencia muy significativa.
―Elena, disculpa, soy un hombre que no se anda con rodeos.
―Eso ya lo sé. Das por sentado que yo haré e iré a donde tú digas y, señor Velmont, está usted muy equivocado.
Se incorporó sin dejar de mirarla, era una mujer sencilla que, quizás, le hubiese pasado desapercibido por la calle, aunque tenía algo que lo atraía. Caminó hacia ella decidido a lograr su objetivo, pero fastidiado por tener que estar detrás de alguien.
―¿Por qué no hablamos de mis equivocaciones mientras cenamos?
―Porque creo que todo esto es una locura. Es mejor que vuelva a su mundo, seguro que no le faltan mujeres deseosas de estar con usted ―comentó sintiendo como invadía su espacio.
―No te comportes como una cría y vuelvas a las formalidades. Elena, no voy a negar lo que acabas de decir, pero yo quiero salir contigo, quiero estar contigo, quiero intimar contigo. ¿Te ha quedado claro?
―Que tú quieras no significa que yo quiera ―susurró temblando.
―No voy a desistir tan fácilmente, quiero hacerte mía.
―¡Dios, mío! Te estás escuchando. Yo no soy un objeto que puedes comprar. Serás un excelente pintor, pero eres una persona irritante y prepotente. ―Sus ojos refulgían de rabia―. No tengo nada más que decir, buenas noches. ―Se giró para irse.
No había dado ni un paso cuando sintió su mano tirar de su brazo y hacerla girarse hasta chocar con el pecho de él. La aprisionó contra su cuerpo sin importar donde estaban, Elena se revolvió intentado soltarse, pero Darío era más fuerte. La beso con ímpetu, penetrando en su boca y saboreando su interior; insistió con su lengua hasta lograr la respuesta de ella. Despertó ese deseo que había entre ambos, logrando que sus lenguas se saborearan con intensidad. Darío interrumpió el beso y la observó fijamente.
―Dime que no lo has sentido, dime ahora que es solo una locura, dímelo, Elena ―exigió.
―No voy a mentir, pero no vas a lograr nada de mí con esa actitud ―dijo con la voz entrecortada―. ¡Suéltame!
Darío dejó caer sus brazos liberándola, dio un paso atrás y se sintió aturdido. Él no necesitaba hacer nada, las mujeres se le lanzaban a los brazos. «¿Qué tiene ella de especial?», pensó.
―Disculpa, no debí tratarte así…, lo siento mucho.
―Acepto tus disculpas y ahora será mejor que te marches.
―Déjame, al menos, llevarte a tu casa, solo eso, por favor. ―«¿Desde cuándo pedía algo?», se decía.
―Está bien, acepto que me lleves.
El trayecto, en el exclusivo Maserati Gran Turismo, tenía a Elena entre la incredulidad y el temor, el coche se deslizaba por las calles como si flotara. Su acompañante no había pronunciado ninguna palabra desde que ella le diera la dirección. El asiento de piel era tan confortable que ella estaba segura que se podía quedar dormida cómodamente. Nunca había subido a un coche de lujo, se sentía como cenicienta en la carroza que la llevaba al baile.
Elena miraba el perfil de Darío intentando entender a este hombre tan misterioso. Estaba segura que nunca pedía nada, más bien exigía. Sin darse cuenta estaban aparcando frente al edificio donde vivía. Darío se bajó del coche y fue a abrirle la puerta, un gesto que a Elena le sorprendió gratamente. La ayudó a bajar del auto y la acompañó al portal.
―¿Vives aquí?
―Sí, por…
―Nada, es que se ve un poco descuidado el edificio.
―Es antiguo y le harían falta reformas, pero me gusta.
―Muchas reformas. No es muy seguro ―apuntó con voz baja.
―Es un barrio tranquilo y yo sé cuidarme.
―No quiero discutir contigo, quiero que aceptes salir a cenar mañana.
Sorprendida lo miró a los ojos y vio, de nuevo, ese destello de vulnerabilidad que enseguida se difuminó como si hubiese sido un espejismo.
―¿Solo cenar?
―Sí, cenar y tomar unas copas, quiero que no me tengas miedo, que me conozcas.
―De acuerdo.
―Te recojo a las ocho. ―Tomó su mano y de dio un beso en el dorso―. Buenas noches, dulce Elena.

jueves, 18 de junio de 2015

CAPÍTULO 1

Salieron del cine, ambas amigas estaban calladas repasando lo que sintieron al ver la tan esperada película.
―Margort ¿De verdad es esto lo que desean las mujeres? ―preguntó Elena.
―La película no le hace justicia al libro. No entiendo por qué no has querido leerlos.
―Porque no me atrae la trama de millonario traumatizado y sádico.
―Hablas sin conocimiento de causa.
―¿En serio? ―La miró con sorpresa―. Me vas a decir que voy a encontrar algo más profundo en el libro de lo que he visto.
―Ésta es una discusión de besugos.  Pensé que al ver la película cambiarás de opinión y le darías una oportunidad al libro.
―Somos amigas, pero en esto nunca estaremos de acuerdo.
―El romanticismo antiguo está sobrevalorado, Elena.
―Eso lo dirás tú, que cambias de tío cada mes.
―La vida es corta y me gusta el sexo ―afirmó Margot.
―Y no te cuestiono, a mí también me gusta..., solo que yo deseo llegar a conocer a mí hombre ideal.
―Elena, el vivieron felices y comieron perdices es aburrido y más mentira que la historia que acabamos de ver.
―Sabes que no soy tan clásica. No necesito casarme, pero aparte de pasión quiero más.
―La prota de la peli también quería más ―dijo Margot con una sonrisa irónica.
―Eres tonta ―afirmó riendo Elena.
Ambas continuaron con sus críticas a la película y se fueron a su restaurante italiano favorito. Siempre hacían lo mismo una vez al mes, cine y cena. En ese restaurante era donde preparaban la pasta más deliciosa de la ciudad. Entraron y se sintieron como en casa, el camarero las saludó nada más tomar asiento en su mesa de siempre.



―Darío, ¿has visitado a tu Madre?
―Marcel, déjalo.
―Sí quieres avanzar debes hacerlo.
―Lo sé, pero..., joder, no es fácil.
―Nadie dijo que lo fuera ―afirmó Marcel―. Es un paso importante para que empieces a salir de la oscuridad que te envuelve.
―Sí…, me lo dices en casa sesión.
―Es que es importante, siento que estamos estancados.
―Dame un respiro, por favor.
―Vale..., dejaremos las sesiones durante un mes. Pero antes de regresar debes ir a verla. Con pagar el centro donde la cuidan no es suficiente.
―No me presiones, mierda. ―Se levantó del cómodo sillón de piel y empezó a pasear de un lado a otro―. Sabes que no es fácil para mí enfrentarla..., ella me recuerda mi pasado; la mierda de niñez que tuve...
―Es que debes enfrentar esos fantasmas para poder avanzar.
―¡Ya lo sé! ―gritó y se fue de la consulta dando un portazo.
―Lo hago por tu bien Darío, debes vivir y no sólo existir ―habló en voz alta el doctor.
Mientras bajaba en el ascensor, Darío seguía escuchando las palabras de Marcel en su cabeza; sabía que todo era verdad, que estaba estancado…, llevaba años estancado y su vida era vacía y sin sentido. Solo su trabajo lo satisfacía, sus logros eran lo único que le importaba.
Salió a la calle y caminó directo a su coche, necesitaba distraerse y para ello nada mejor que ir a su estudio.



La semana había pasado en un suspiro para Elena; desde que abrió su negocio con la ayuda de su padrastro, la cafetería cada día iba mejor. Cuando decidió que estilo quería, pensó que el mejor lugar para abrirla era en la avenida de las artes. Filadelfia era la ciudad americana que tenía el arte más público, más al alcance de cualquiera.
Después de cerrar, se fue a su apartamento caminando. Siempre disfrutaba de esos paseos; la ciudad vibraba por las noches, con los músicos callejeros, los artistas que ofrecían sus habilidades para hacer un retrato o caricatura a cualquier paseante. Su negocio se fusionó a la perfección con los artistas de la zona.
Vivía relativamente cerca, por eso siempre iba al trabajo caminando. Su apartamento estaba en un edificio antiguo en el centro de la ciudad. Llegó y fue corriendo a ducharse, Margot no tardaría en pasar a recogerla.
Se miró en el espejo una vez terminada de arreglar; como le había dicho su amiga que iban a un lugar de etiqueta, Elena se decantó por un sencillo vestido color burdeos, sin mangas y con escote barco. Se ajustaba a su esbelta figura como un guante y resaltaba sus bien proporcionados pechos. Completaban su atuendo, unas sandalias altas, un bolso y un chal todo color plata. Su cabello negro caía sobre sus hombros en suaves ondas, brillaba como la seda. Cuando estaba terminando de pintarse los labios sonó el timbre anunciando la llegada de sus amigos.
Abrió la puerta y los invitó a pasar, la primera en entrar, como un huracán, fue Margot. Llevaba un vestido palabra de honor en color verde musgo, que abrazaba sus exuberantes curvas; el cabello en un sencillo recogido y unos pendientes largos como único adorno. Le siguió, riendo, Rob que le dio un abrazo fuerte.
―Querida, estás preciosa. Vas a ser la mejor esta noche ―afirmó.
―Eres un exagerado. ―Miró por encima de su hombro, buscando a Taylor―. ¿Dónde está tu marido, Rob?
―Nos espera en el coche; vamos que si no llegaremos tarde.
―¿Por qué tanto misterio? ―preguntó Elena.
―No hay ningún misterio, es simplemente una sorpresa, darling.
Los tres bajaron en busca de Taylor y, al salir a la calle, lo vieron apoyado en  el clásico que conducía esa noche, un Cadillac Deville Coupe de 1971. Se acercaron mientras Elena admiraba el coche; si su padrastro lo viera seguro que le pediría a Taylor que se lo vendiera.
―Hola, guapo ―saludó Elena dándole un beso en la mejilla.
―¿Cómo está mi chica preferida?
―¡¡Oye!! ¡Me voy a poner celosa! ―exclamó riendo Margot―. Dejen los saludos para luego y marchémonos.
Entraron y Taylor arrancó con un suave ronroneo esa maravilla de coche. Se adentraron en las calles de Filadelfia. Elena estaba expectante por saber que sorpresa habían planeado sus tres amigos.
Cuando llegaron al lugar ella no salía de su asombro, miraba los coches de lujo aparcados y la gente que subía por ese largo tramo de escalones para acceder al recinto.
―¡¿Cómo conseguisteis las entradas?! Se agotaron enseguida, intenté hacerme con ellas, pero fue inútil. ―Elena no se podía creer que estaban ahí.
―Es lo bueno de tener contactos… ―dijo Rob con una sonrisa.
―¡Dios mío! Es la mejor sorpresa que podías darme, te quiero, Rob. ―Elena lo abrazó y le llenó la cara de besos.
Los demás empezaron a reír al ver su efusividad. Taylor aparcó el coche y todos se bajaron y se encaminaron hacia el museo de arte de la ciudad. El mismo estaba presidido por ese tramo de escalones que se hizo famoso gracias a la película Rocky.
Para Elena era su primera visita al museo; desde que se trasladó con su familia a Filadelfia había deseado conocerlo, pero entre unas cosas y otras no había encontrado el momento. Ahora lo haría en la inauguración de una de las exposiciones más esperadas por los amantes del arte.



En una pequeña antesala, Darío Velmont miraba la cantidad de gente que estaba admirando sus cuadros. Aunque no era la primera exposición que hacía, si era la primera vez que exponía en su ciudad y en ese museo. Todo un honor y un orgullo para él.
Siempre actuaba igual, solo aparecía el día de la inauguración de la exposición, luego ya no regresaba más. No le gustaba socializar con las personas, era muy cerrado y le molestaba sobremanera que lo adularan en todo momento.
―Darío, ¿estás preparado?, la sala esta hasta arriba de gente. Va a ser un éxito ―aseguró su agente.
―Nunca estoy preparado para esto y lo sabes, Paul.
―Pues nadie lo diría, siempre que haces tú aparición te desenvuelves como pez en el agua.
―Años de práctica, sonrisas ensayadas, frases preparadas y conquistas a todos. Pero eso no quiere decir que me guste hacerlo.
―Es el precio del éxito. Anda, vamos; cuanto antes salgas antes terminas.
Inspiró profundamente y siguió a su amigo y su agente, Paul Morrison. Se conocían desde hacía muchos años, desde que coincidieron en la Universidad y después de una pelea se hicieron inseparables.
Nada más mezclarse con la gente de la sala, Darío empezó a sentir el ahogo que siempre le producían los espacios llenos de personas. Tenía que respirar y tranquilizarse.
En cuanto vio a la madre de Paul su pulso se apaciguó y su cuerpo se relajó. Caminó hacia ella con una sonrisa, era la única mujer a la que Darío podía decir que quería.
―Amelia, estás hermosa, como siempre ―dijo nada más llegar a su lado.
―Mi querido muchacho, dame un abrazo. Estoy tan orgullosa de ti ―susurró cerca de su oído.
―Gracias.
―¿Y para mí no hay abrazo, mamá? ―preguntó riendo Paul.
―A ti te daría una tunda si pudiera. ¿Desde cuándo no vienes a verme?
―Ahora no, por favor… ―suplicó poniendo los ojos en blanco―, luego me regañas. Darío, ven, tienes que inaugurar la exposición; mamá dame tu brazo y acompáñanos.
Se dirigieron a la zona preparada para que Darío diera la bienvenida a los asistentes. Todos miraban expectantes como el reconocido pintor se acercaba; los camareros repartían copas de champan, mientras las personas hablaban de la fuerza que transmitían los colores agresivos de su obra; muchos deseaban conocer, esa noche, al autor.
Elena estaba embelesada admirando un cuadro en particular; una fuerza de color y pasión se desprendía de los fuertes trazos, de lo marcado de la silueta, del contraste de oscuridad y luz. Sencillamente estaba atrapada por la intensidad de la obra. De pronto, una voz, algo ronca, llamó su atención haciéndola regresar del trance en el que estaba sumergida.
Se giró y caminó hacia ese sonido, solo tuvo que dar unos pocos pasos para ver quién era el dueño de ese tono aterciopelado que la atrajo. Cuando sus ojos se posaron sobre él se quedó sin aire; ninguna foto le hacía justicia…, era una obra de arte de carne y huesos. Su estatura rebasaba mucho a la del resto de los presentes, el cabello, rebelde, caía sobre sus hombros sin restarle un ápice a la fuerza de su masculinidad. Era del color de los girasoles en otoño; con algunas mechas oscuras entremezcladas con el dorado que brillaba bajo el resplandor de las luces. Su piel luminosa contrastaba con el extraño color de sus ojos…, eran, no estaba segura desde esa distancia; pero Elena juraría que eran de color violeta, sí, como los de Elizabeth Taylor.
Su rostro transmitía tensión y una fuerza varonil que arrasó con ella, sintió que su vientre subía y bajaba como si acabara de lanzarse por una montaña rusa. Nunca antes un hombre la había impactado de esa manera, tan profundamente, que no escuchaba nada de lo que su boca decía; solo sentía el sonido ronco de su voz acariciar su cuerpo. Sus labios, que estaban rodeados por una sensual perilla, dejaban escapar ese sonido vibrante que reverberaba es cada rincón de su piel.
Sus ojos viajaron por su cuerpo, esbelto, fuerte y que rezumaba sexualidad por todos lados.
―Es una belleza salvaje, ¿verdad? ―dijo Margot, asustando a Elena que no se había percatado de su llegada.
―Yo…, no tengo palabras. ―rompió en contacto visual y miró a su amiga―. Nunca he visto a un hombre así.
―Impresiona mucho, debe ser una fiera en la cama.
―¡¡Margot!! Siempre pensando en lo mismo ―dijo para disimular la excitación que sintió al imaginárselo.
―Disculpa, Elena, pero estoy segura de que la mayoría de las mujeres de esta sala ha pensado lo mismo nada más verlo.
Ella pensaba igual, era un hombre peligroso, intenso y, desde esa distancia, resultaba muy intimidante; aunque, vio algo en sus ojos, algo muy sutil que no sabía si había imaginado…, fue como un destello de vulnerabilidad que brilló por un segundo en esas profundidades. «Menuda tontería», se dijo a sí misma.
El aplauso colectivo sacó a Elena de sus pensamientos haciéndola regresar a la realidad, estaba en la inauguración de las obras de uno de los descubrimientos más recientes, Darío Velmont. Era un sueño poder ver de cerca sus obras, le fascinaban por todos los sentimientos que generaban.
Después de un discurso del que no se enteró, Elena acompañó a Margot en busca de sus amigos. La gente empezó a pasear por cada pieza expuesta, todos se quedaban en silencio ante cada cuadro; intentaban asimilar el poder que encerraba.
―¡Elena, Elena! ―gritó Rob, llamando su atención.
Se dirigieron hacia él y nada más llegar a su lado, Rob tiró de su mano y la arrastró, literalmente, entre el torbellino de gente que se encontraba a su paso.
―¡Rob, para! ¡Para, por favor! ―exclamaba con insistencia sin que su acompañante le hiciera el menor caso.
Al llegar al final de uno de los laterales de la gran sala, Rob se detuvo y se giró para enfrentarla.
―¿Lo has visto?
―¿A quién te refieres? ―preguntó intentando recobrar el aliento.
―¡¡Estás loco, Rob!! ―gritó a su vez Margot que acababa de darles alcance.
―Ahora no ―pidió sin mirarla―. Elena, contéstame, ¿has visto a ese hombre?
―¿Te refieres a Darío Velmont?
―Sobra la pregunta.
―Sí, lo vi, pero no entiendo a que viene esa locura que te ha dado. Te podía haber contestado lo mismo sin correr los cien metros lisos.
―Exagerada. ―dijo moviendo una mano para restar importancia―. Ahora viene lo mejor, ¿Has visto como te ha mirado?
―¡¡¡Qué!!! ―gritó Elena entre nerviosa y divertida―. No me ha mirado; se puede saber que estás bebiendo, ves alucinaciones.
―De eso nada; cuando estabas hablando con Margot, yo estaba embelesado admirando ese ejemplar de pura testosterona y me fije que miraba algo o a alguien, detenidamente. Seguí su mirada y…, cuál fue mi sorpresa cuando vi que no te quitaba ojo de encima.
―Sería a Margot a quien miraba ―murmuró Elena incrédula.
―No, si me hubiese mirado yo lo abría advertido. Tengo un detector infalible para los hombres que muestran interés en mi ―afirmó risueña.
―Estáis tontos los dos.  Rob deja de ver películas de amor, te tienen el cerebro dormido. ―Miró a sus amigos y esas sonrisas condescendientes que la sacaban de sus casillas―. Me voy a por otra copa, estáis insoportables.
Elena se fue hacia la mesa donde servían las bebidas, necesitaba tomar algo que calmara sus nervios. Se sentía muy alterada y tenía el cuerpo sensible, se notaba excitada y eso jamás le había sucedido. No con esa intensidad.
Caminaba distraída cuando vio frente a sí, como una mujer empujaba sin querer al camarero que estaba junto a ella y, para no dejar caer la bandeja, éste dio un paso atrás empujando a Elena que a punto estuvo de caer al suelo; unas manos fuertes la sujetaron en último momento. Un poco asustada aún, se giró para agradecer a la persona que había evitado el bochorno de terminar espatarrada en el brillante suelo de mármol.
Cuando alzó su mirada se quedó sin respiración al ver a Darío Velmont y, sentir como la fuerza varonil que emanaba de él la envolvía.
―Muchas gra…, gracias, señor Velmont.
―Darío, por favor. ¿Estás bien? Te veo pálida. ―La cogió de la mano y se la llevó―. Acompáñame, necesitas sentarte.
Sin comprender muy lo que estaba pasando se dejó llevar y, cuando se percató, estaba entrando en una sala adjunta que se ocultaba por una puerta camuflada. Darío la llevó hacia un sofá y la hizo sentarse, luego fue a por un vaso de agua. Se sentó junto a ella y le dio el vaso.
―Bebe ―ordenó, o eso pensó Elena.
Debido a los nervios y a la cercanía de ese hombre, obedeció y bebió el agua. Necesitaba tranquilizarse, volver a ser ella misma. Estaba siendo una noche irreal…, todo era extraño, ese hombre era muy extraño.
Darío le quitó el vaso y lo colocó en la mesa que estaba frente al sofá, no podía apartar los ojos de la maravillosa mujer que tenía a su lado. Era una mezcla de femme fatal e inocencia que lo había aturdido, y eso no solía ocurrirle.
―Le agradezco su ayuda, ya estoy mejor ―habló intentando ponerse de pie.
―Espera. ―La detuvo colocando una mano en su hombro―. No me has dicho cómo te llamas. ―La soltó a ver que ella se quedaba en su asiento.
―Elena, Elena Montero ―murmuró nerviosa.
―Encantado, dulce Elena  ―susurró antes de posar sus labios en su muñeca. Exactamente, en el punto donde latía su pulso acelerado la beso y, con la punta de la lengua, lamió el sabor de su piel.
El aire cambió entre ellos, todo se electrificó a su alrededor. La tensión sexual se avivó mientras Darío se acercaba más a Elena en el sofá. «Esto no me puede estar pasando, es un sueño, es algo producto de mi mente calenturienta.», pensaba mientras sentía como su piel ardía, bajo la suave caricia de los dedos de Darío, en el lugar exacto donde antes había estado su boca.